Nunca pensé que un día me convertiría en emprendedora. La mera idea de pensarlo me daba vértigo y confieso que es algo que todavía siento a menudo.
Cuando era adolescente, mis padres se esforzaron por que tuviera una educación excelente y el mayor número de experiencias que me prepararan lo mejor posible para el mundo laboral.
Seguí todas las instrucciones al pie de la letra como si fueran la receta mágica para vivir feliz y completa.
Aprendí a escuchar a las personas, sobreentender sus deseos y, en consecuencia, actuar para agradarles. Me centré tanto en complacer la voluntad del resto que me olvidé por completo de mi voz interior y de luchar por lo que yo quería.
Durante mucho tiempo, busqué la solución en los deseos ajenos, cargándome de responsabilidad y echando la culpa al resto por no lograr mis objetivos.
Pero, afortunadamente, las voces interiores nunca se callan del todo y, de un modo u otro, encuentran la forma de salir al exterior.
Recuerdo perfectamente el día que volví a abrir los oídos a mi corazón. Era febrero, hacía sol y yo iba paseando por la Avenida Constitución de Granada. Había llegado un par de días antes, para seguir con mi beca Erasmus.
Pocas veces en mi vida he sentido tanta certeza sobre algo. Sabía que Granada no sería solo un capítulillo más en mi vida, sino la puerta a mi nueva libertad y el lugar donde empezar a trazar mi propio camino.
Aquella experiencia marcó un antes y un después en mi vida. Mis emociones se amontonaron unas sobre otras y, al mismo tiempo, podía sentir dolor, alivio, tristeza, alegría y ansiedad.
Seguí hechizada por esa combinación de sensaciones tras varios meses de vuelta en mi país, Hungría.
El 24 de junio de 2013 hice de nuevo las maletas y regresé a Granada.
Mi ilusión por la búsqueda de mi “nueva yo” pronto se vio ensombrecida por la dificultad de encontrar trabajo. Entre otras cosas, me sentía muy pequeña, con la universidad recién terminada y en un país extranjero, cuyo idioma todavía no dominaba.
Tardé bastante tiempo en conseguir un empleo.
Cuando lo hice, sentía que era imprescindible demostrar mi valor continuamente: tener un rendimiento excelente y mostrar al 100% mi disponibilidad, para ganar un sueldo y aprender cómo funcionaba un negocio.
La presión por realizar mi trabajo perfecto crecía y, con ello, el miedo a cometer errores. Tuve que vivir dos ataques de pánico seguidos para darme cuenta de lo equivocada que estaba. La experiencia fue devastadora. Con 26 años me sentía quemada y aplastada por responsabilidades y compromisos, tanto reales como imaginarios.
Me encontré entonces con un dilema: aceptar que la vida era así y que no podía cambiar la situación en la que estaba o tener coraje y apostar por los proyectos olvidados y reavivar mi fuego interior.
Como seguramente ya imagináis, decidí arriesgar y encontrarme con mis sueños perdidos. Volví a las aulas asumiendo un papel que conocía bien y que me hacía sentir muy cómoda.
Con una diferencia: esta vez solo debía centrarme en sacar el máximo provecho a los estudios que yo había elegido.
Mi objetivo era conseguir un puesto de trabajo por cuenta ajena como interiorista, aunque pronto me di cuenta de que no sería tan fácil.
Me vi obligada a darme de alta como autónoma a pesar de que la idea no me seducía para nada. En ese momento, lo vi como un castigo y no como una oportunidad.
Formalmente yo ya era empresaria, sin embargo estaba muy lejos de tener la mentalidad necesaria para emprender.
Tenía la necesidad constante de que alguien me guiara porque temía cometer fallos de principiante y no superar las expectativas. La ausencia de la manta protectora que hubiera supuesto ser empleada me creaba un miedo inmenso.
Así que, inocente de mí, concentré todas mis fuerzas en demostrar mi valía a algunas de las empresas con las que trabajaba para conseguir que me ofrecieran un contrato como empleada.
Ahora veo que me estaba comportando como una de esas mujeres de las películas que, tras ser liberadas de la cárcel, solo desean volver a sus celdas porque sienten que es el único lugar que controlan.
Es irónico cómo, aunque deseemos la libertad a toda costa, a veces, somos incapaces de desprendernos de las cadenas que nos atan a lugares incómodos.
La pandemia me afectó mucho pero, a la vez, me hizo entender que esta manera de pensar me hacía vulnerable y que quizá esperar a que alguien me diera un trabajo no era lo más inteligente.
Tenía que salir de mi zona de confort y espabilarme de una vez por todas.
Pasé meses intentando arrancar mi propia marca, encontrar una posición firme y mi propia manera de desarrollar mi actividad.
La toma de decisiones continua y la lucha mental que las precedía me tenían agotada y superada. Me sentía muy sola y no entendía por qué no conseguía despegar. Asumí que se debía a mi desconocimiento sobre el mundo de los negocios.
Entonces, decidí apuntarme a una formación de emprendimiento y allí entendí que lo que me faltaba no era más formación, sino algo que hasta entonces no me había planteado: estar en comunidad. Rodearme de personas con sueños, planes, problemas, dudas, mentalidad e inquietudes parecidas a las mías.
Ahora siento la fuerza y la protección de una tribu que me ayuda a crecer de forma sostenible y a que mis ideas tomen fuerza. He conseguido romper barreras, tomar acción, cambiar mi mentalidad sobre el emprendimiento y convertirme en la persona que siempre deseé.
Además, he descubierto un gran potencial que tenía desaprovechado y que ahora estoy aprendiendo a cuidar y desarrollar para mi propio beneficio, con paso lento pero firme.
No espero encontrar un camino fácil. Sé que será largo y, muchas veces, difícil.
Me perderé ocasionalmente, lloraré y me culparé por todos los errores que veía venir y que no solucioné a tiempo.
Pero tengo el consuelo de que ahora no tendré que enfrentarme sola.
Podré compartir mis cargas emocionales, sin miedo, con personas que siempre me recordarán el porqué inicié este viaje.
“Los guerreros saben que a la hora de la lucha no importa tanto lo afilada que esté la espada como quiénes sean tus compañeros de batalla”.
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